Cuando hacer trampas no sale rentable

Grupo Areópago

Tras ser destapado el fraude de Volkswagen en la emisión de gases contaminantes por algunos de sus motores, se advierte que es el mayor escándalo empresarial de la industria del automóvil de todos los tiempos. De momento hemos visto su caída vertiginosa en la bolsa tras saltar la noticia, la dimisión de su presidente Martin Winterkorn, el anuncio de multas millonarias todavía por cuantificar y el compromiso por parte de la empresa de ajustar los motores de los vehículos vendidos fraudulentamente, también con un coste por cuantificar. Además, a todas estas consecuencias se encuentra la que quizás sea la más grave y la más costosa de reparar: la degradación de su imagen de marca. Imagen que también está repercutiendo en la industria alemana, siempre definida por la calidad y la eficacia, y que ha hecho que el Gobierno de este país haya exigido a la empresa la inmediata gestión de la crisis.

 

El caso Volkswagen es un ejemplo de división entre ética y actividad empresarial y cómo la partición de estos dos factores puede resultar muy cara. En estos momentos son muchos los consumidores, organismos, gobiernos e inversores que se sienten engañados y defraudados por la compañía. Tanto es así que todavía resulta difícil predecir hasta dónde pueden llegar las consecuencias.

 

En la actividad económica, la posibilidad de conseguir objetivos por la vía rápida está siempre presente y es muy tentadora. Pero, a la larga, los resultados pueden ser fatales. Ya hemos visto el desprestigio que han sufrido otros sectores en nuestro país, como es el caso de la banca, por hacer uso de una mala conducta.

 

Cuando el objetivo lícito del beneficio que ha de buscar cada empresa se lleva más allá de la moral y las leyes, se entra en acciones ilícitas. Cuando el olvido de la leal competencia, el buen servicio al consumidor, la calidad del producto, la superación, el respeto de la legislación, deja paso al fraude, el engaño, la mentira y la acción delictiva, se pisa un terreno que, aunque parezca lo contrario, pone en riesgo la rentabilidad de la empresa.

 

Una vez más nos encontramos ante la prueba de que hacer trampas puede no ser rentable. Sin embargo, la ética en sí es un bien, un valor más a añadir a una marca y/o empresa y una apuesta por la rentabilidad. Hagamos nuestro el camino largo y laborioso de hacer las cosas en orden, teniendo en cuenta el bien común y la dignidad de las personas.

 

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